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domingo, 31 de enero de 2010

Culo veo, culo quiero

En algunos es condición querer hacerse con lo que tiene el otro: una casa, unas tierras, un coche… incluso la publicidad se encarga de provocar ese sentimiento de envidia a través de sus mensajes. Si los malos se empeñan, todo vale para hacerse con el botín, aunque sólo sea para encontrar calderilla en el interior de un bolso robado. Siempre nos hemos agrupado para protegernos del agresor. Mientras permanezcamos al amparo de las murallas, bajo la atenta mirada de nuestros protectores, nos sentimos seguros. Pero cada vez es más difícil diferenciar al enemigo. La convivencia es difícil, no sólo en casa, sino con el resto de la comunidad.

Los hay rateros maestros en el hurto disimulado y los hay bruscos y agresivos. Cualquier momento es bueno, no importa la presencia del guardia de seguridad, de las alarmas, de los sensores, de que lleves la cartera pegada al cuerpo como un apéndice. Si te han echado el ojo, te abren la cremallera del bolso y tienen el tiento tan trabajado que te limpian el interior sin que sientas el manejo. Una batería de sentimientos contradictorios deja al desvalijado vulnerable, desorientado, con la culpa por haber, quizás, bajado la guardia, y agradecido por no haber sufrido agresión física. Mayor es el agradecimiento si sólo le han robado el dinero y no la documentación, las fotos que llevamos con cariño en la cartera, las tarjetas bancarias, las tarjetas de visita, la agenda…Pasar por tal situación de indefensión y burocracia te deja exhausto.

Empezamos por ir a comisaría a poner la denuncia, con el sopapo de haberte quedado sin el bolso, mochila, riñonera o lo que lleves, sin las llaves de casa, ni dinero para llamar por teléfono, ni agenda, ni tarjetas que tienes que anular inmediatamente para que no te limpien también la cuenta del banco. En la puerta, un policía te dice que te armes de paciencia o hagas lo que tengas que hacer antes, porque hay cola…”¿perdón?” “que hay mucha gente antes que usted” “pero ¿ha pasado algo especial?” “es sábado noche” y te da la fiebre, claro. “Mire, es que no tengo dinero y tengo que llamar en seguida para anular las tarjetas y que me bloqueen el teléfono móvil” “Pues lo único que puedo hacer yo es darle una moneda”, dijo amablemente el agente echándose la mano al bolsillo de su pantalón azul. Mientras te da otra opción - irte y poner la denuncia por teléfono y firmarla al día siguiente-, un señor extranjero intenta entender, ya muy harto, a dónde tiene que dirigirse para firmar su denuncia.

Las semanas siguientes el que espera, desespera a ver si, con suerte, llegan los documentos y así evitar los desmesurados madrugones y las desmoralizadoras colas para el papeleo, una día tras otro hasta conseguir número. Mientras tanto eres un indocumentado. Peregrinaciones a las oficinas del DNI, de Tráfico, del banco; llamadas interminables a las compañías del seguro médico, aéreas, etc, etc, etc. ¡Cuánto cabe en un pequeño bolso! ¡Y cuánto cuesta reponerlo todo! Por la renovación de las tarjetas, por cada uno de los documentos, y sobre todo, por lo que no tiene precio: el tiempo. Tiempo que tienes que emplear de tus horas de trabajo o de días por asuntos propios o de tus vacaciones. En fin, que el hecho del robo no es solamente que te quiten tus pertenencias, sino además el trastorno de las renovaciones y los desembolsos correspondientes.

Sé de señoras mayores que salen a la calle con los euritos contados en la mano para comprar el pan de cada día, porque han sido arrastradas tantas veces por las aceras, cuando unos desaprensivos les dan un tirón a su bolsito, que el salir a la calle les supone una aventura que afrontan con valentía. Primero eran los golfos del barrio. Después, los del barrio de arriba. Ahora, además, los que vienen de otros barrios mucho más lejanos.

Seguridad, ¿Dónde estás? Te buscamos y no te encontramos. En la calle, en casa, en el trabajo, mientras viajamos, la sensación de inseguridad es tal que no sabemos qué hacer, cómo actuar, cómo prevenir. Si sales atrincherado en tu coche, unos tipos en una moto se te paran al lado, rompen la ventanilla y se llevan lo que puedan del asiento del copiloto. Suerte si no te clavas algún cristal y no te da un ataque de nervios. Los cuerpos de seguridad del Estado no dan abasto. Somos más y hay más amigos de lo ajeno. Toda precaución es poca. Quedarse en casa tampoco es una solución, ya que es preferible estar fuera de ella cuando te entran a robar. Al disgusto del atraco se suma la angustia de sufrirlo en carnes.  Si en el aeropuerto parece que te han pedido que te desnudes cuando te quedas sin botas o sin zapatos para pasar el arco metálico que pita con una cremallera o la hebilla del cinturón, cómo será padecer un atraco a mano armada o un atentado terrorista.

Mientras la Sociedad General de Autores quiere imponer un canon para asegurar la propiedad intelectual de sus obras, los datos personales de las personas de a pie van de un lado a otro. Ningún sistema es completamente seguro. Las conexiones de internet son vulnerables. Los teléfonos se pinchan para hablar gratis a costa del vecino. Y hablando de vecinos. Siempre se ha dicho que “más vale tener un buen vecino cerca que un familiar lejos”, pero no nos podemos fiar ni de nada ni de nadie. Los niños no pueden jugar solos en la calle, aunque sea en un pueblo, porque desaparecen sin dejar rastro. Los mayorcitos tienen que abandonar su incipiente independencia y volver a ser acompañados por sus padres al colegio. Hay miedo. Y la pregunta es: ¿a quién beneficia este miedo?

Publicado en Zero, nº107. Año2008.

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