Estas dos últimas semanas hemos vivido y compartido las emociones y sentimientos de los deportistas que durante años se preparan con dura disciplina para las pruebas olímpicas que en unos segundos o unas horas de entrega total, en la mayoría de los casos, les proclaman ganadores de medallas o títulos olímpicos. En vivo o a través de los medios de comunicación, les animamos hasta el último instante a no rendirse, a seguir luchando por conseguir sus sueños que hacemos nuestros, porque compartir la esperanza de los logros, aunque sean ajenos, nos hace sentir mejor, incluso felices cuando les vemos llegar a la meta, darse al máximo, llorar de alegría por el triunfo o de pena por no haberlo alcanzado. Llanto de frustración, llanto de agotamiento, de incredulidad, ante la hazaña realizada. Es deporte, sí. Deporte que ayuda a canalizar la energía que nos mantiene vivos, que nos enseña que el esfuerzo, el trabajo serio, la dedicación y la entrega tienen recompensa. No siempre se refleja en el brillo de los metales, pero siempre luce la satisfacción de haberlo intentado. Estas emociones extrapolables a la vida cotidiana, nos dan ánimos y fuerzas para seguir esforzándonos en superar nuestros límites, en modificar actitudes y reacciones cuando tomamos conciencia de lo que no estamos haciendo de la mejor manera. No es fácil, claro que no, pero viendo cómo se dejan el alma este puñado de deportistas en cada salto, en cada zancada, en cada carrera, pensando en lo que han tenido que posponer o en lo que han renunciado por conseguir su sueño olímpico, crece el sentimiento de que este espíritu olímpico contagia al mundo siquiera por unos días cada cuatro años. Las proezas de los que llegan al podio sin más ayuda ni estímulo que el de unos pocos, hacen reflexionar sobre la importancia de creer en lo que uno considera que merece la pena y en aprovechar las oportunidades.
Estas últimas semanas de juegos olímpicos, no han sido solo de lucha por obtener un triunfo deportivo. La llama olímpica ya se apagó, pero desgraciadamente las llamas que están devorando nuestros montes no se extinguen. El fuego se está cebando con lo poco que nos queda de pulmón verde, algunos bosques son de valor incalculable para el planeta y para los seres que lo habitan. Más trágico todavía, si cabe, es la desazón, la desesperación de aquellos que tienen que ser evacuados de las zonas de peligro, abandonando sus enseres, sus casitas, sus recuerdos, sus tierras, sus animales, toda su vida, sin saber si a su vuelta lo encontrarán tal cual lo dejaron o habrán sido pasto de las llamas. Sin medios suficientes para combatir el fuego, en un territorio alejado en un país que solo piensa en estas Islas Afortunadas como reducto de sol y playa cuando nieva y hace frío, no hay un equipo permanente de helicópteros e hidroaviones que permitan atacar desde el primer momento los focos que pronto se convierten en un infierno. Ninguno de los incendios que azotan España es más o menos importante, pero lo que sí lo es, es la desidia y la dejadez, la falta de previsión, de personal técnico especializado no solo para tratar con el fuego, sino con las personas que deben ser evacuadas. Se gastan las energías en disputas absurdas y de poca monta, en discusiones políticas que no resuelven los problemas. Como los medicamentos que no curan sino mitigan un poco la molestia o el dolor, sin que se haga nada para solucionar la causa que además provoca otros males. Se ponen tiritas en heridas que necesitan puntos de sutura y se recetan antinflamatorios en lugar de averiguar de dónde viene la inflamación. Batallas por la conquista de mercados y votos que distraen la atención de las cosas realmente importantes. Se nos quema la vida y no ponemos remedio a tanto desatino. Le echamos la culpa a los otros, pero todos tenemos nuestro grado de responsabilidad. Hay árbitros malos, que determinan un partido o una prueba, como en cualquier profesión. No por eso debemos perder la esperanza, ni dejar de luchar, porque en cada uno de nosotros bulle una chispa que nos enciende cada día para seguir adelante, aunque a veces solo parezcan ascuas. Cambiemos leyes y normas, pero concentrémonos en cambiar siquiera un poquito de nosotros mismos. Quizás así, los únicos fuegos que contemplemos sean artificiales, esos bonitos juegos de luces y bombazos sonoros que nos hacen mirar al cielo embelesados, como en una noche de estrellas fugaces, que no son estrellas, pero nos hacen soñar y pedir deseos…
Estas últimas semanas de juegos olímpicos, no han sido solo de lucha por obtener un triunfo deportivo. La llama olímpica ya se apagó, pero desgraciadamente las llamas que están devorando nuestros montes no se extinguen. El fuego se está cebando con lo poco que nos queda de pulmón verde, algunos bosques son de valor incalculable para el planeta y para los seres que lo habitan. Más trágico todavía, si cabe, es la desazón, la desesperación de aquellos que tienen que ser evacuados de las zonas de peligro, abandonando sus enseres, sus casitas, sus recuerdos, sus tierras, sus animales, toda su vida, sin saber si a su vuelta lo encontrarán tal cual lo dejaron o habrán sido pasto de las llamas. Sin medios suficientes para combatir el fuego, en un territorio alejado en un país que solo piensa en estas Islas Afortunadas como reducto de sol y playa cuando nieva y hace frío, no hay un equipo permanente de helicópteros e hidroaviones que permitan atacar desde el primer momento los focos que pronto se convierten en un infierno. Ninguno de los incendios que azotan España es más o menos importante, pero lo que sí lo es, es la desidia y la dejadez, la falta de previsión, de personal técnico especializado no solo para tratar con el fuego, sino con las personas que deben ser evacuadas. Se gastan las energías en disputas absurdas y de poca monta, en discusiones políticas que no resuelven los problemas. Como los medicamentos que no curan sino mitigan un poco la molestia o el dolor, sin que se haga nada para solucionar la causa que además provoca otros males. Se ponen tiritas en heridas que necesitan puntos de sutura y se recetan antinflamatorios en lugar de averiguar de dónde viene la inflamación. Batallas por la conquista de mercados y votos que distraen la atención de las cosas realmente importantes. Se nos quema la vida y no ponemos remedio a tanto desatino. Le echamos la culpa a los otros, pero todos tenemos nuestro grado de responsabilidad. Hay árbitros malos, que determinan un partido o una prueba, como en cualquier profesión. No por eso debemos perder la esperanza, ni dejar de luchar, porque en cada uno de nosotros bulle una chispa que nos enciende cada día para seguir adelante, aunque a veces solo parezcan ascuas. Cambiemos leyes y normas, pero concentrémonos en cambiar siquiera un poquito de nosotros mismos. Quizás así, los únicos fuegos que contemplemos sean artificiales, esos bonitos juegos de luces y bombazos sonoros que nos hacen mirar al cielo embelesados, como en una noche de estrellas fugaces, que no son estrellas, pero nos hacen soñar y pedir deseos…
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