Empieza a ser habitual ver imágenes como ésta. Estos días de intensas lluvias - por fin, a pesar del aire cálido que poco hacía presagiar que no fuese a descargar más que un chipichipi- han dejado a muchos del noroeste de la isla enfangados y sin enseres. Es triste y a pesar de todo no se hacen las cosas mejor. Desgraciadamente, no es la primera vez y según las profecías no será la última.
Sin embargo, esta foto no es consecuencia de las lluvias, sino de los golpes de mar unos días antes...La piscina se cerró y a saber cuánto tardarán en abrirla de nuevo. Tiene su importancia y más en crisis, ya que es sabido que en invierno son muchos los bañistas, locales y foráneos, que desde el amanecer de Dios y hasta bien entrada la tarde, ejercitan mente, cuerpo y alma en estas aguas.
Al día siguiente, las olas habían tirado los trozos de muro y hoy solo quedan una migajas esparcidas por el fondo vacío de la piscina. Quizás sea un homenaje a la caída del muro de Berlín , o un simple recordatorio de que hay fuerzas muy superiores a la de la especie humana.
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miércoles, 18 de noviembre de 2009
miércoles, 11 de noviembre de 2009
Los electricistas.
Acabo de leer uno de esos chistes tontos que te sonríen la mañana, en el que un electricista llegaba a un hospital y le decía a los pacientes conectados a los aparatos que los mantenían vivos, que respiraran profundo porque iba a cambiar un fusible…Yo ignoro si el suceso tuvo lugar, pero doy fe de que en más de una ocasión se dan situaciones parecidas, poco creíbles por absurdas y antilógicas, que te dejan perplejo y furioso a la vez. De hecho tengo un reciente encuentro con unos electricistas que me hicieron dudar del resto de la instalación que habían realizado meses atrás. El caso es que quedó pendiente colocar un timbre de movimiento ya que el soniquete que compré con el sensor no servía porque entre el ding y el dong pasaban 5 segundos programados de fábrica que hubiesen provocado que se quemara en un par de días. Téngase en cuenta que no soy electricista. Que lo más que hago es limpiar las lámparas y cambiar las bombillas y el enchufe de una aspiradora, por supuesto desenchufada, gracias a la clase de pretecnología del colegio. Long time ago, por cierto, ejem…En fin, tuve que aventurarme de nuevo en la megaferretería, prefiriendo gastar mi tiempo a poner en manos de otros el sonido de advertencia que podía dejarme pegada al techo del susto (para ellos una chicharra, el meeeeeeeee que atenta contra todos los sentidos, sería lo más fácil). A todas estas conseguí el último timbre más o menos discreto al tiempo que suficientemente sonoro, bueno, sonoro si suena dentro de la casa y no en el exterior donde los profesionales pensaban colocarlo definitivamente. Pero vamos por partes porque no tiene desperdicio. Toda esta expectación y falta de confianza en el prójimo viene precedida por el descalabro que estuvieron a punto de hacer en mi cocina. Por primera vez entendí por qué las obras en casa suponían uno de los primeros causantes de estrés. De no ser por una llamada en el último momento de mi papaíto para preguntarme si estaba conforme, los electricistas iban a colocar la horrorosa y antiestética caja blanca cuadrada en todo el medio de un paño de pared sobre el poyo del fregadero anulando la presencia de mi precioso plato toledano con su Quijote cayendo del Rocinante y su Sancho mirando aterrado, como por el susto del timbre…o por los gritos que histérica pegaba por el teléfono…¿¿¿cuatro hombres para colocar un timbre y la solución era esa??? Agradecí que papaíto me conociese y que su inteligencia masculina le advirtiese al menos de que algo no encajaba. Ya no dejo que me hagan arreglos en casa sin estar yo presente. Pero…ni por esas. Supervisé por dónde iban a sacar un cable de televisión, dando por sentado que era imposible que no lo pasaran rente al zócalo. Erré una vez más, salí del cuarto y cuando volví un espeluznante cable gordo blanco salía como un allien de mi bonita pared azul a medio metro del suelo. Se me cortocircuitó el sistema. No daba crédito, y como me dijeron el otro día, en estos tiempos es normal, jajajaja, ocurrente el hombre, pero se imaginan mi zozobra al ver a estos dos hombres mirando el interior de un timbre abierto, tratando de averiguar por qué no funcionaba. Escaldada por las experiencias anteriores – otra fue que no habiendo encontrado el cajetín de chicharra que había en la biblioteca para cambiarlo por uno más suave, lo colocó sobre la puerta de entrada, sin más y tan feliz el chico- no salía de los alrededores. El cuadro era surrealista. Mientras uno sostenía el cacharro escudriñando su interior, el otro leía las instrucciones del paquete. Curiosa me acerco, valoro y me atrevo a proponer que le pongan una pila –el hueco estaba-. ¿Pero si está conectado a la corriente?, dijo uno. El caso es que aquí dice que necesita 3 pilas, dijo el otro. Lkajsdgñjk, pensé yo. No es que quiera burlarme, pero resulta increíble. Pobrecitos, cuando creyeron que habían terminado les pedí probarlo. No se oía dentro, así es que había que pasar el cable al otro lado de la pared. ¿Cuál era la solución? Por todo el medio, jajajja, a ver, si hay un cajetín aquí y otro aquí, quizás se puedan conectar interiormente, no? Uuummm, cual inspectora de obra me quedé a un metro limpiando la cristalería que hubo que vaciar y rodar para poder obrar. Por ahí no, no, nooo…friega que te friega canalizaba la energía a lo karate kid con cuidado de no romper los cristales por la presión. Agotada, exhausta, incrédula a pesar de lo evidente, ese timbre iba a suponer el último adelanto que colocasen en casa. La próxima vez, cuando se estropeen, iré a un mercadillo a buscar aldabas y cencerros que me saquen delicadamente de mi ensimismamiento de andar por casa.
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