Dicen que una de las funciones del teatro es la de molestar al espectador, la de hacer que se revuelva en su butaca y masculle incómodo, pa sus adentros, qué demonios está pasando. Eso me pasó el otro día con el
sueño de una noche de verano en el Guimerá. Una pesadilla en la que los faunos y las hadas resultaron lo mejor de la representación junto a la escenografía ( hay que tener en cuenta la fecha del estreno, según mi gusto, claro, porque a una amiga le pareció paupérrima y triste, por ejemplo) pero no bien hubo empezado el supuesto recitativo de la obra de
Shakespeare la tortura de unas voces planas, a la carrera como a ver quién era más virtuoso en la articulación de un texto en el que no se respetaban las pausas marcadas por el autor con sus signos tan arcaicos de puntos y comas, te impedían resolver si lo que estaba entrando por tus oídos y martillando tu cerebro era un informativo, quizás por la moda impuesta de unos años a esta parte de encabalgar las frases marcando la pausa tras la primera palabra de la frase siguiente, dejando en suspenso el sentido de lo que se dice, ya que mi mente no conseguía descifrar el mensaje. Quizá Helena Pimenta, la autora de esta versión tan laureada – entre otros fue premio nacional de teatro en 1993 – pretendía, y por las críticas con gran éxito, quitarle a la obra ese tedio que, al menos en mi, provoca sea en ballet o en concierto, probablemente por la idea misma de ser un sueño… el ritmo y la trama te llevan a un adormecimiento cadencioso.
En un sopor ansiaba el aplauso que pusiera punto y final, pero resultó que la obra resucitó en cuestión de segundos y aparecieron otros personajes (muy meritorio el trabajo de los actores cambiando de rol con solo girarse durante toda la representación) interpretando otra obra con leoncito incluido que liberó las carcajadas del público, divertido con la parodia de la flamenca, el obrero en calzoncillo que no calzón con un humor en clave de no sé qué que dejáronme perpleja. Una vez más salí del teatro con la sensación de no haber entendido nada de los guiños e ingenios que entusiasman al público y a los críticos. Mi decodificador debe de estar desintonizado con los tiempos que corren, porque la buena idea de modernizar el teatro clásico con los recursos que se manejan se enturbia con una risa fácil que yo no siento.
Seguro que de haberla visto en 1993 cuando se estrenó y triunfó, la sensación hubiese sido otra, porque, con todo respeto, en estos 17 años transcurridos desde entonces el mundo y su representación han cambiado un poco...